Herico Campos Cervera

22/01/25

Vivo en Bogotá y deploro que ya casi no existan más agencias de viaje en Colombia. Confieso que añoro aquellos sitios atendidos por personas de carne y hueso, seres humanos con los cuáles uno se podía mirar a los ojos, dialogar y expresar las necesidades y posibilidades a la hora de escoger un destino de viaje, pagar al contado y salir con el ticket en el bolsillo. Pero ya casi no existen. Por eso mi último viaje a Buenos Aires empezó buscando durante varios días un pasaje barato en internet, algo difícil y complicado para mí por la difícil relación que mantengo con las nuevas tecnologías y por la cantidad de sitios y ofertas que hay en estos momentos. Pero finalmente logré concretar un vuelo de Avianca que salía a las 10 de la noche de Bogotá aterrizando en Argentina a las 4 de la madrugada siguiente.  

Ezeiza, 4,30 AM. Hacía más de diez años que no pisaba Buenos Aires, y mi primer hito en argentina era cambiar unos dólares por algunos devaluados pesos argentinos. El tal trámite se hace en una agencia que tiene el Banco Central dentro del mismo aeropuerto. Para esto tuve que hacer una larga fila con otros pasajeros en un sórdido corredor de luz mortecina, donde al final de la cola, un señor con ojeras daba acceso a la oficina donde se cambiaba el dinero. Unos jóvenes brasileros en espera al lado mío se quejaban, y con toda razón, porque el trámite era lento y tortuoso. Antes de pasar, cuando me llegó el turno, le pregunté al señor ojeroso por qué tanta lentitud para un trámite tan sencillo. Y bueno, seguramente por la hora y por el reflejo del neón sobre su cara, la expresión del señor ante mi pregunta tomó un tinte lamentoso, y su contestación me hizo entender algo de lo que siempre termino confirmando: Que la argentina no tiene remedio.  Mi amigo Carlos me había dicho que a esa hora en Ezeiza lo mejor era tomar la empresa Tienda León, que me llevaría hasta Puerto Madero, y de ahí tomar un taxi hasta su casa, en Belgrano, donde estaría yo hospedado por los pocos días que me quedaría en Buenos Aires, porque esta vez el destino final de mi viaje era Asunción. Salí del Aeropuerto arrastrando mi valija, di un golpe de ojo alrededor mío para ver a lo lejos unas personas subiendo a un autobús que decía: “Ezeiza-Plaza de Mayo”. Era el mítico 8, el transporte local de siempre, y en ese momento me vino el flash de haberlo tomado otras veces para salir de Ezeiza; procedí a subir para enterarme arriba que no tenía la tarjeta Sube, sin la cual ya no hay acceso a ningún transporte público. Miré alrededor mío sin saber qué hacer y me volví a cagar en las nuevas tecnologías, hasta que el conductor se apiadó de mi situación, y, segundo flash en argentina: me dejó viajar gratis.    

Subieron unas pocas personas más. Yo me senté más bien adelante, en un sitio donde logré acomodar mi valija entre las piernas. Estaba aclarando y el autobús salió lentamente del Aeropuerto. En la primera parada subieron varias empleadas del aeropuerto que seguramente habían entregado su turno nocturno y se marchaban a dormir a su casa. Una de ellas saludó al chofer con confianza, y se sentó cerca de él para ir charlando. Por el tono de lo que yo alcanzaba a escuchar, hasta amigos ya debían ser. El autobús arranco suavemente y de repente sonó un celular, vi que el chofer se lo llevaba a la oreja y escucho: “Estoy laburando ché, ¿y qué querés que esté haciendo a esta hora, boludo?”…    

El sol empezaba a asomarse a mi derecha mientras el colectivo se deslizaba lentamente por la Avenida Richieri a la vista de los chalets coquetos de Ezeiza, deteniéndose en las paradas donde le tocaba hacerlo. Los pasajeros se iban subiendo dando las gracias, y marcando su tarjeta saludaban con los “buenos días” al conductor, el cual le contestaba lo mismo a cada uno. En algún momento el autobús empezó a dar vueltas alrededor del barrio Uno, de Ezeiza, donde empezaron a subir laburantes de rostros curtidos, caras graves de gente ruda del interior, algunos serios, otros sonrientes, el proletariado de la provincia rumbo a la picadora de carne de la capital; y cómo no, niños con sus madres, muchos niños de guardapolvos blancos, que me recordaron mi infancia en Buenos Aires. Experimenté en aquel momento una ráfaga de felicidad al sentir que estaba en aquella ciudad, y que de alguna manera yo también había hecho parte de lo que había alrededor mío. Más adelante subió un inspector de transporte, cambió algunas palabras con el conductor, hizo algunos apuntes y se bajó. Empezaron a aparecer los primeros mono bloques de apartamentos que también me recordaron mis años de argentina. El autobús estaba ya casi lleno de pasajeros, y avanzaba a trompicones, unido a un río de vehículos que pugnaban por entrar a la Capital Federal.   

 El chofer y la empleada del Aeropuerto seguían charlando de sus cosas a pesar del ruido y el tráfico. Le pregunté a una señora de media edad que se había sentado al lado mío si me podía avisar donde era el límite para entrar en la Capital, y así empezamos a cambiar unas palabras. Después de ver mi valija me preguntó de dónde yo venía, le conté que de Colombia pero que estaría por pocos días en Baires porque en realidad estaba en camino al Paraguay. A la señora se le iluminaron los ojos y me contó que era paraguaya pero que vivía hacía más de veinte años en Buenos Aires; después de decirme esto, se relajó y empezamos poco a poco a charlar, ella patinando con su hablado porteño, dejando entrever su lindo acentito paraguayo.    

Liliana, como se llamaba, me contó que estaba casada con un cordobés y que tenía cuatro hijos. Era cristiana, de una congregación que tenía su pastor e iglesia madre en Colombia. Creo que estaba tan emocionada de tener alguien al lado suyo relacionado al Paraguay y a Colombia, -de donde era su amado pastor-, que a pesar de que estaba yendo a su trabajo, se ofreció bajar del autobús conmigo en un sitio del centro para ayudarme a conseguir un Uber. Y así fue, bajamos juntos y fuimos caminando hasta el obelisco, donde se encargó de llamar al vehículo con su celular y además de todo lo pagó con su aplicación, puesto que hoy en Buenos Aires hay que tener una aplicación hasta para respirar. Yo tenía los pesos en efectivo que había cambiado en el aeropuerto, pero ella no aceptó que le pagara el costo del viaje con mi dinero. Los ángeles no tocan el dinero.  

Era una mañana esplendorosa, con un sol sabroso que me predisponía a gozar los días que pasaría en Buenos Aires. Mi amigo me recibió en su casa, descargué mi equipaje, y nos aprestamos a salir para desayunar. Carlos F. vive en Luis María Campos casi Zabala, y tiene dos, y hasta tres, bares preferidos alrededor de su casa. Fuimos al bar uno, el más próximo, donde en el camino todas las mañanas él compra Clarín, lo ojea sumariamente y hace sus sudokus, porque ese y no otro es el motivo por el que compra ese periódico. Esa mañana, después de desayunar, Carlos se fue al gimnasio de su barrio y yo decidí dar una vuelta por la zona y sentarme a esperarlo en el segundo bar de sus preferencias. Este quedaba a tres o cuatro cuadras de su casa, y era también una refinada panadería que tenía en la vereda unas mesitas debajo de un enorme árbol. Buenos Aires es para mí la ciudad de los bares, cuando yo allí vivía, fui de los que siempre sintieron tener un bar como segundo hogar, el sitio donde a mí lo que menos me importaba era la calidad del café, pues esa tacita que servían era la simple excusa para sentarme en una mesita para compartir feliz con alguien o a leer el periódico solo. Desde siempre me quedó la idea de que los bares de Buenos Aires eran los sitios obligados de esa ciudad donde se alternaba, se leía, donde se levantaba, donde algunos escribían o dibujaban, el repositorio de todo tipo de encuentros y vivencias. Y en esa, mi primera mañana en Buenos Aires, gozosa después de tantos años, era el segundo bar donde me sentaba; y lo hice en una mesita doble que una señora muy coqueta accedió a compartirla. Cuando a la hora, antes de irme, quise pagar el camarero me dijo que la señora había dejado mi cafecito pagado. Definitivamente, Buenos Aires me estaba recibiendo como un hijo pródigo

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